Recuerdo muy bien el día que aprendí a montar en bicicleta. Tenía alrededor de cinco años, y la bici era una Torrot verde con un sillín largo en forma de L. Solo tenía un pedal, una sola biela.
Al principio, mi padre me sostenía mientras intentaba avanzar. Me parecía totalmente imposible; el peso siempre se me iba hacia un lado o hacia el otro. No veía cómo podría aprender a montar en bici.
Lo intentamos un par de veces, pero mi padre, ya cansado, dijo: “Luego seguimos”.
Levanté la bicicleta por mi cuenta y traté de apoyarme en el único pedal para subirme al sillín. No tenía el valor suficiente…
Cuando conseguía subirme, avanzaba de pie, sin sentarme. Una y otra vez lo intentaba. Con cada pedalada llegaba un poco más lejos.
Hasta que, por fin, di una pedalada fuerte, me senté en el sillín y la bicicleta empezó a avanzar. En ese momento lo entendí todo: el equilibrio, el ritmo, el movimiento. Era como si un algoritmo se hubiese grabado en mi cabeza, un proceso que ya nunca desaparecería.
Después probé una bici con dos pedales, y el algoritmo seguía ahí, funcionando a la perfección. Podía pasear con “la bici”, esa que compartíamos todos los hermanos, un regalo de un vecino.
Mi primera bicicleta propia llegó en mi comunión, comprada con el dinero de los regalos de los invitados.
La primera bici que me compré yo mismo llegó con 20 años y me costó cerca de 1.000 euros.
Hoy tengo una Trek Rail eléctrica de 6.000 €, una Norco de descenso por 5.000 €, una Trek Madone de carretera por 3.500 €, una Ozonys de trial por 2.500 € y una Inspired de street trial por 3.000 €.
Demonios, mis bicis son más caras que el coche del chico de mi barrio que me llamaba “basurero” porque mis padres eran los porteros del bloque. No le guardo rencor, tan sólo éramos niños.
Pero la verdadera reflexión no es solo el orgullo que siento al contemplarlas, al sacarlas a pasear o al darles brillo. Cada vez que lo hago, me acuerdo de aquel niño con su bici de un solo pedal.
Recuerdo aquel algoritmo que se grabó en mi mente, esa fórmula que me enseñó a mantener el equilibrio, a avanzar, a perseverar. Ese mismo proceso es el que hoy me guía en el juego del dinero, los negocios y la inversión.
En cinco minutos puedo identificar si hay una oportunidad de inversión.
En diez minutos soy capaz de detectar un nicho de negocio y lo cubro sin perder tiempo.
Sé comprar cuando nadie se atreve, porque aprendí a eliminar el coste de oportunidad.
Solo la muerte o la salud podrían detener esta máquina que hay dentro de mí: una máquina de generar, ahorrar y multiplicar dinero.
Al igual que aprendí a montar en bici, esta habilidad para crear abundancia se incrustó en mi ser para no salir nunca más.
Voy, veo y venzo, como el César.
Veo, valoro y compro, como los mejores inversores.
Ese niño que se caía de la bici, solo para levantarse una y otra vez.
Ese joven emprendedor que fracasaba, solo para volver más fuerte.
Ese hombre que compra barato para vender caro y enriquecerse.
Si no sabes montar en bici, súbete, cae y aprende.
Si no sabes invertir, ahorrar o detectar oportunidades de negocio, atrévete a entrar. Este podría ser el punto de inflexión en tu vida.
No importa si eres alto, bajo, joven, viejo, pobre o rico.
Voy a contarte algo que nadie te ha contado antes.
“Voy, veo y venzo, como César. Veo, valoro y compro, como los mejores inversores.”